La
mañana comenzó con el trepidante ritmo habitual de los lunes caraqueños: Sin
agua y sin escuchar la alarma de mi celular. ¿Alguna vez se han preguntado cómo
es que los teléfonos celulares se hicieron con el monopolio de los gadgets que nos facilitan la vida? Ahora
ese virtuoso aparato maneja nuestra agenda, nos despierta por las mañana, saca
nuestras cuentas, toma nuestras fotografías y hasta nos sirve de pendrive. No
encuentro cómo alguien puede vivir sin un teléfono celular en estos días
modernos. Salté desde el segundo piso de mi cama litera y corrí a la ducha, por
suerte mi hermano seguía en el séptimo sueño, el flojo ese no me robó el baño.
Mi mamá pegaba gritos desde la cocina, decía cosas como: ¡Pensé que no ibas a trabajar! ¿Me da tiempo de prepararte el desayuno?
Si se apuraba sí.
La
crisis del agua en Caracas nos tiene a todos hastiados, es decir, todo es culpa
de “El Niño”, ¿De verdad será culpa de “El Niño? No sé, no creo. El agua del
tobo estaba fría, me apuré con el jabón y el champú. De pronto surgió una
sensación incómoda en mi abdomen, en otras palabras: Tenía ganas de ir al baño.
Me sequé rápido y me senté en la poceta, me puse a pensar en lo raro que era
tener ganas a esas horas de la mañana. Soy de las personas que no van al baño
todos los días. La respuesta se dibujó delante de mis ojos: Comida mexicana con
las chicas la noche anterior.
Yo
no soy fanática de las comidas picantes o sobresazonadas, pero las chicas
insistieron. Las chicas siempre insisten: Vamos,
Phany. Siempre rompiendo el grupo, estos burritos están buenísimos. Cuando
les pregunté si picaban solo se limitaron a responder con un lacónico: No. Sí estaba picante, por supuesto que
lo estaba, de broma y lloro. Tienes los
ojitos aguados, mi amor, comentó el idiota de Francisco. La verdad es que
todavía no encuentro respuesta a qué desgracia astral propició que me empatara
con ese pendejo. Toma, aquí está mi
Coca-cola, así se te va a pasar el picor. No se me pasó, ni lo besé cuando
me llevó a casa. Se quedó con las ganas de jugar en el asiento trasero.
¡Phany no recogiste agua
para el tobo del baño! Mi mamá es tan inoportuna. Es decir, yo
sufro en el baño, puedo pasarme hasta media hora pujando y nada. Con sus
distracciones menos. Le respondí que ya no había agua cuando me levanté y ella
insistió en tener una conversación al respecto. El cuento en versión corta: Me
puse mis pantaletas, mis jeans, un sostén deportivo, una blusita bonita y salí
del baño arrecha como Katrina cuando devastó la costa este de Estados Unidos en
agosto de dos mil cinco. Agarré mi almuerzo, lo metí en mi bolso y abandoné la
casa como un bólido. Todavía tenía ganas de ir al baño.
Una
aguda puntada abdominal hacía que mi caminar fuese incómodo. Miré para todas
partes, todo estaba cerrado en el Bulevar de Sabana Grande. ¿Alguna vez se han
preguntado por qué no hay baños públicos en Caracas? Yo sí. Tengo varias
teorías, la primera tiene que ver con el aseo, ¿Cómo sería el aseo de los
baños? Seguramente estarían vueltos
mierda. La segunda, ¿Cómo sería la vigilancia? Es decir, los hoteles están
caros, a más de un ocioso se le ocurría meterse ahí a echar un polvito, o dos o tres. La tercera, a lo
mejor no los utilizarían como cubículos sexuales, pero los drogadictos podrían
invadirlos para intoxicarse en ellos. La cuarta, podrían volverse los hogares
de los indigentes de zonas aledañas. En fin, los baños públicos no serían
viables, los únicos que ganarían serían los buhoneros que de seguro venderían
papel tualé, jabón y condones a sus
alrededores. A lo mejor, algunos emprendedores venderían hasta sábanas; quién
sabe.
Ya
en el bus, se me escapó una risa traviesa y con ella vino de acompañante un
gas, un peo silencioso. Eso me
arruinó el momento. Iba pensando en cuando Gabriel, mi hermano, el flojo, me
echaba broma en el colegio. Qué gallo es uno en el colegio. Ahí viene la estítica, le decía a mis
amigas durante la hora del recreo. Yo le caía a coñazos. Eso era lo divertido.
Mi mamá no hacía más que reírse en las reuniones con la directora, quien
siempre le preguntaba: ¿Cómo se llevan
estos dos en casa?
Mi
hermano ha sido un fracaso total desde que llegó al mundo, pero no por eso he
dejado de quererlo. Es un tipo carismático que aprendió
a caminar como a los 4 años. Una de
las razones que me han hecho querer dejarle caer un yunque en la cabeza desde
mi cama, es que se ha cogido a todas mis amigas. Ustedes no pueden ni
imaginarse lo que es despertarse a eso de las dos y media de la mañana porque
una voz familiar te busca conversación desde la cama de abajo: ¿Estás despierta, marica? Mañana tenemos
examen de historia. No tiene sentido, siempre tuve las amiguitas más putas
del colegio, y ellas a su vez caían rendidas ante la ineptitud de mi hermanito.
Oye, Gabriel, ¿Cuándo vas a dejar de
cogerte a mis amigas? Le pregunté
una mañana cuando estaba en quinto año. Su respuesta cerró la breve
conversación: Cuando dejen de ser tan
puticas, ¿No me has visto bien? Soy un pendejo, ¿Es que acaso no se dan cuenta?
El
bus quedó atrapado en una cola mañanera, yo no sé por qué, pero cuando uno está
con los intestinos cargados, no puede dejar de moverse. En lo que el bus se
detuvo, mis ganas aumentaron exponencialmente. Eso me puso a cuestionarme el
tema del tráfico: ¿Por qué hay colas todas las malditas mañanas de la historia
de Caracas? Yo no sé si los encargados de planificar el desarrollo de la ciudad
hacen su trabajo o solo se roban los riales.
Es verdad, todas las mañanas la cola me hace llegar tarde al trabajo. Ya sé que
está la opción del metro, pero desde el incidente de la mañana del vestido, no
lo he querido usar de nuevo.
El
andén de la estación Plaza Venezuela se pone como la olla de un concierto de
rock, imposible. Mal olor, sudor pegajoso, gritos estridentes, mentadas de
madre y las sacudidas que se producen cuando los usuarios abandonan los trenes
y se abren paso, a patadas y golpes, hasta las escaleras. Como esa estación me
queda más cerca que la de Sabana Grande, es la que solía usar. Aquella fatídica
mañana, se me ocurrió la magnífica idea de irme en vestido a la tienda. Yo
trabajo en una tienda de ropa. Claro que esa idea no llegó a mi cabeza por sí
sola, las chicas y el imbécil de Francisco la pusieron allí. Te debes ver linda en vestido, vamos a hacer
un día de vestido, los martes serían perfectos, eso decía Martha. Por
supuesto que a ella le gustan los vestidos, así el tarado de Gabriel tiene más
fácil acceso a su área vaginal. Tres veces los he atrapado en las escaleras del
edificio. El piso cinco debe ser su favorito. Yo no sé cómo mi hermano no ha preñado
a alguna de mis queridísimas amigas. Vamos, Phany. No seas rompe grupo, Gaba
apoyaba a Martha. Total que las tres chicas cantaron a coro: Martes de vestido, martes de vestido. La
escena era surreal, parecían carajitas de tercer grado. ¿Van a ir con vestido los martes? Te tengo que ver los martes, me
encanta cuando te pones vestido, mi amor. Francisco siempre ha sido un
baboso. Como si yo no supiera la verdadera razón por la cual fantasea conmigo
vestida así.
El
motivo de la cola era el común: Chismosos en la vía. Un carro había chocado con
una moto y todo el mundo quería ver el accidente, tomar fotos, grabar videos. A
la gente así deberían quitarle sus teléfonos celulares. ¿Saben lo que es
retrasar el tráfico para chismear? ¿Será que les divierte la desgracia ajena?
No voy a mentir, en un día normal, eso no me hubiese molestado demasiado, pero
aquella mañana estaba apurada, necesitaba el baño de la tienda. ¿Por qué esa carita tan tensa, mi vida?
Sonríe. Me dijo un viejo baboso, me provocó responderle con un seco: Me estoy cagando. Dios, sí. Una dama no
habla así, pero a ustedes no los voy a engañar. Yo no soy una dama.
Aquel
martes de vestido mi mamá estaba feliz, no cabía en ella su estúpida feminidad:
Te ves como toda una dama, Phany. ¡Qué
linda! Bella estás. Ojalá te hubieses arreglado las manos. No me iba a
arreglar las manos, no me alcanzaba la plata para pagar por la manicure y tampoco tenía ganas de llegar
a la casa a las nueve de la noche a ponerme bonita para la sociedad. Una vez en
la calle, caminé con pasos cortos por miedo a que el viento me fuera a jugar
una pasada, tenía puesto un hilo, si se me levantaba el vestido iba a mostrar
hasta el alma. El andén estuvo como siempre: Repleto. ¿Alguna vez se han
preguntado de dónde sale tanta gente en las mañanas? Vamos a ser francos,
millones de personas salen hasta de las alcantarillas todas las mañanas en
Caracas. ¿Se imaginan si esta ciudad fuese más grande? No me imagino si Caracas
fuese tan grande como Bogotá. Mientras pensaba en pendejadas y cuidaba que no me metieran mucha mano, llegó el tren. Fui sometida y arrastrada hasta el interior
del vagón. Yo pensaba que era lo normal, en lo incómodo que era viajar en metro
con vestido; no me esperé que un viejo sádico me presionara contra uno de los
tubos verticales esos de donde uno se agarra para no caerse: Estás bella hoy, mami. El viejo tenía
aliento a chuleta frita encebollada. Me apretó tanto que sentí como si el tubo
se internara entre mis nalgas. Qué situación tan desagradable. Después en el
túnel, una mano gorda se deslizaba subiendo por mis piernas y me tocó. Yo creo
que por poco y me meto a lesbiana después del evento del vestido. Una parte de
mí no va a poder volver a ver a los hombres de la misma manera. Estás tiernita, mi reina. Lo que más me
molesta, es que no le metí un coñazo al sádico ese, me quedé paralizada como
una pendeja. Al llegar a la tienda me metí en el baño. Me puse a llorar, estaba
asqueada de todo, olía a sudor, estaba babeada. Ese fue el primer y el último
martes de vestido. Lo juro.
La
parada del bus está a una cuadra de la tienda. Trotar en sandalias es una
pesadilla. Solo tenía un deseo: Que la estúpida de Martha hubiese llegado
temprano para abrir la tienda, de otra manera me iba a hacer en los pantalones.
Ella me lo debía, a fin de cuentas fue por su cumpleaños que salimos a comer
comida mexicana. La mañana estaba empañada por la calima, una suerte de ceniza
que se producía por los incendios de El Ávila típicos de la temporada de
sequía. Mi alergia aparecía de nuevo. Por mi casa el tema de la calima no era
tan fuerte como por el trabajo. Ahora tenía ganas de ir al baño y la nariz
aguada. Me encantaría operarme de la rinitis. Tiene años volviéndome loca.
Cuando Phany estaba en el
colegio le decía “la mocosa”, siempre la estaba jodiendo.
Otro de los cuentos malsanos de Gabriel. Estábamos él, Martha, Francisco y yo
tomando en la orilla de la piscina del club de Higuerote. Siempre me caía a coñazos, todo quería resolverlo a los golpes.
Francisco se moría de la risa, después tuvo que participar en la conversación,
no podía aguantarse: Todavía quiere
resolverlo todo así. Es un idiota, mi novio tiene profundos problemas
mentales. Ahora que lo dicen, Phany ha
estado a punto de golpear a varias clientas. Claro que sí, la mayoría de
nuestra clientela se compone por una cuerda de niñitas malcriadas que con sus
estupideces vienen a joderme la paciencia. Si no he golpeado a nadie en la
tienda, es porque Dios es grande. Pero
eres bella, Phany. Ahí estaba Francisco de nuevo, pretendiendo solucionarlo
todo con sus frases trilladas. Era de noche, el sereno se estaba haciendo más
fuerte. Ahí viene, miren, esperen.
Gabriel ya me conocía bien, él sabía cuándo me iba a dar un ataque alérgico
incluso antes de que yo lo sintiera. Antes de los treinta debo operarme de la rinitis,
es insoportable, irritante, obstinante. La odio. Estuve moqueando toda la noche.
Martha
y María ya estaban en la tienda para cuando llegué. Gaba, la más puntual de las
tres, no estaba por ahí. Te ves horrible,
Phany. Comentó Martha, ella es muy oportuna con sus comentarios. Es una
estúpida. Sonreí con amargura y me interné en el depósito. Caminé rápido para
colarme en el baño. Los retorcijones ya eran demasiado fuertes. ¿Alguna vez les
ha pasado? Uno sabe cuándo puede y cuándo no puede aguantarse más. Comenzó a
sonar mi teléfono celular. La curiosidad me ganó, revisé y resultó ser Gabriel:
Hola, estítica. Me dejaste el tobo vacío
justo hoy que tenía una reunión en la universidad. ¿De verdad? Gabriel es
el ser más desacertado del mundo. Le colgué, no podía ni hablar. Llegué al
baño, empujé la puerta… Estaba cerrada. Gaba lo estaba usando, pensé que me iba
a morir.
En
mi casa solamente hay un baño. Toda mi vida lo he compartido con mi mamá y
Gabriel. La ley de Murphy existe en verdad, porque cuando no necesito el baño
siempre lo encuentro libre, en cambio, cuando por única vez durante la semana,
tengo ganas de ir, Gabriel se está afeitando los cuatro pelos que tiene por
bigote o a mi mamá le da por jugar con su cabello. El tema del baño es delicado
para mí. Una vez en casa de Francisco me dieron ganas de ir, estábamos
empezando a salir, tenía muchísima pena, pero de pana no aguantaba más. Me
decidí, revisé mi bolso y saqué una varita de incienso, una mujer precavida
vale por dos. Corrí al baño de visitas y a qué no adivinan, estaba ocupado, a
Francisco le dieron ganas de utilizar ese baño en ese preciso instante. Si mi
vida dependiera de encontrar un baño disponible cuando lo necesito, ya estaría
muerta. No hablemos del estado del cadáver, porque lo muertos no pueden
aguantarse.
¿Alguna
vez les ha pasado que están tan cerca del baño que sienten que ya se les va a
salir todo? Así estaba yo el lunes por la mañana. Gaba se tardó como un siglo.
A mí me pareció un siglo. Cuando salió, la acompañó un olor putrefacto que de
broma y me desmaya, se sonrojó: Ay,
amiga. Tenías razón, no debíamos comernos esos burritos picantes. El mío me
cayó fatal. Se alejó a paso apurado. Del tiro hasta se me curó la nariz mocosa. Tomé una respiración profunda y me
interné en el baño. La puntada abdominal disminuyó cuando tomé asiento en la
poceta que, vale la pena decir, mi amiga dejó caliente. Por lo menos había
agua. Qué mañana la del lunes. Qué desesperación la de necesitar un baño. Qué
estrés el tráfico de Caracas. Qué ladilla es Gabriel. Qué baboso es Francisco.
Qué pendejas son mis amigas. Qué sabroso, qué placentero es finalmente evacuar,
voy a decirlo así, como si fuera una dama decente.
¡Qué peste dejó Gaba en ese
baño! Ojalá y nadie haya entrado en los próximos veinte minutos después de mí; eso es lo que falta, que digan que el otro día dejé el baño hediondo.
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A todos les ha pasado, ¿No? (Imagen de una desconocida graciosa).
L.F. Arias. |