Surf en SD

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La vida está en el camino.

lunes, 25 de febrero de 2013

Ese Niño Paseó por la Ciudad Vistiendo su Camisita Blanca del Colegio y una Enorme Confusión

Otra vez el gallo cantaba en lo alto del cerro, dicen algunos burgueses que la vida en los barrios altos de la ciudad de Caracas es como la vida de algunos pueblerinos del interior de un país conocido por poseer las reservas de crudo pesado más grandes del mundo, Venezuela, la pequeña Venecia. Todos vemos como los ríos se secan; así es nuestro presente, pobre; pero aquella mañana ese maldito gallo cantaba con desesperación. ¿Cantaba aquel gallo?, a Rosalinda le estaban propinando otra buena paliza; Rigoberto había vuelto a llegar borracho a eso de las 4:47 de la madrugada (el coño de su madre). ¿Cantaba aquel gallo o gritaba con desesperación para que algún vecino interviniera?

Otra vez las gatas en celo maullaban sin un dejo de pudor; así los gritos y el llanto de Rosalinda eran omitidos por los habitantes de los ranchos vecinos. Otra mañana de lunes, otro enorme vacío en el pecho de Pedro (Pedrito le decía su mamá), con tan sólo 8 años ya tenía que vivir soportando tantas cosas; sin padre, sin hermanos, con miedo, solito; aislando sentimientos encontrados porque no conseguía comprenderlos (eso que sentía era odio, era rabia y frustración, él simplemente creía que estaba triste).

Pasaba de nuevo que sus pies descalzos se enfriaban al hacer contacto con la piedra helada a la que en su casita llamaban piso, no era cerámica ni granito, como en las casas de clase media, él caminaba en piedra rugosa fría y sucia; así siempre tenía las plantas de sus pies manchadas y si no tenía cuidado tropezaba con otro rastro de sangre seca de Rosalinda. Vaya vida que le toca a algunos, y después dicen que todos somos iguales.

De nuevo le tocó omitir la escena que ocurría en lo que él y su mamita llamaban cocina (un chiquero que no se puede describir, digamos que allí cocinaba su mamá y por eso le llamaban cocina), allí estaba Rigoberto chupándole una teta a Rosalinda, pidiendo perdón por todos los golpes borrachos sin sentido, y ella secándose las lágrimas, como si eso fuese cosa normal, ella rendida ante aquella situación cotidiana, rutinaria tal vez.

En el baño (si es que eso es realmente un baño) Pedrito se cepilló los dientes a medias y se puso unas medias (que tenían huequitos en la parte del talón) después de lavarse los pies con agua que Rigoberto había recogido en un tobo azul marino grande. Salió a paso decidido para no voltear hacia la cocina. No vio nada, gracias a dios.

De vuelta en su camita lloró un poquito, pero se secó las lágrimas porque los niños grandes no lloran, porque él era un varón, porque... Bueno, vale, no debían verlo con esos ojitos hinchaditos; nadie debía saber que algo había vuelto a pasar en su casa porque mamita le pidió que no contara nada a nadie, porque Rigoberto era un buen hombre, un mejor padre que ese hijo de puta que la abandonó después de enterarse que la había preñado ("¡sape gato!" habrá dicho aquel hombre cobarde). Pedrito amaba a su mamá, y por eso nadie debía nunca conocer las cosas raras que le apretaban su corazoncito cada vez que a su mamita le estaban dando una tunda.

Sus manitas húmedas abotonaron su camisita blanca, esa de su uniforme del colegio, la única que tenía para todo el largo año escolar. Lloró un poquito más, simplemente no pudo evitarlo. Se secó los ojos cuando se sintió más tranquilo y se puso el pantaloncito azul marino del colegio, tomó sus zapatitos negros de donde siempre los dejaba (en todo el medio de la habitación de dormir, un lugar con una cama en la que dormía él y una colchoneta en la que dormían su mamá y Rigoberto; a este último no le gustaba esa idea de dormir en colchoneta) y se los puso, él era un genio, había aprendido a amarrarse las trenzas a los 5 añitos.

Otra vez lo único que su mamá le había podido dejar para pasar el día eran 7 BsF, una fortuna para él, una miseria para cualquier niño de las casas, de esos que reciben mesadas todos los fines de semana y juegan con sus juegos de vídeo cada tarde después de la escuela. Tomó el dinero (dos billetes de 2BsF, 4 Monedas de 0.50 BsF y 4 Monedas de  0.25 BsF) y se lo metió en el bolsillo. Tomó su bolsito de una esquina lejana de su habitación (el bolsito tenía un par de enormes huecos a los costados) y se lo colocó en la espalda. Escuchó un par de ruidos fuertes que venían de la cocina; ya mamita le había advertido: "Si escuchas ruidos raros en la cocina, no entres". Ese era un ruido como de angustia; como no quería averiguar porque le habían prohibido entrar al escuchar ruidos extraños, corrió hacia la puerta y la empujó para abrirla. Le dijo adiós a su madre desde el exterior de su casita improvisada, lo hizo con un  grito.

Allí estaba ese frío de nuevo, venía en ráfagas heladas y él sin suéter, en sus ocho años de vida nunca le habían podido comprar uno (pobre Pedrito), así que caminó sin conocer las ventajas de estar bien abrigado, caminó con pasitos temblorosos, presos de un miedo extraño. Tomó una piedrita del suelo y se la lanzó al gallo escandaloso cuando lo vio sobre el techo del rancho de la señora Gloria Parra. El gallito la esquivó, gritó de nuevo como burlándose de Pedro.

Bajar los miles de escalones era la segunda parte más tediosa de su rutina diaria, pues subirlos era la más tediosa.

Ya habían pasado unos 20 minutos y él seguía bajando, niños más grandes lo tropezaron para verlo caer, pero él no cayó, él era fuerte, él era un varón. Un par de niñas muy bonitas le sonrieron al verlo guapear.

El humo de los carros lo tenía mareado cuando ya el sol comenzaba a posicionarse fuerte en el cielo de la ciudad capital del país con la mayor reserva de crudo liviano del hemisferio occidental, Venezuela, así está nuestro presente, pobre. El ruido de los autobuses lo aturdía, sus pasos se volvieron cautelosos cuando ya pudo ver al gentío desplazándose por la calle para llegar a sus trabajos o a sus casas de estudio.  

Otra vez la multitud se fundía para formar un enorme muro caliente y húmedo, un muro con olor a sudor del malo, un muro con pelos (por los brazos masculinos) y nalgas enormes (por las mujeres gordas  y culonas), ese muro no permitía que un niñito, Pedrito, de apenas 8 años, se desplazara tranquilamente de camino a la estación del metro. Hay mucha malicia en la calle, demasiada como para abandonar a un niño a su suerte, ¿eso le importaba a Rosalinda?

Los zapatitos negros de Pedro se movían como en cámara rápida debido a su caminar apresurado, ya sus piernitas toleraban el ajetreo diario, llevaba por lo menos 3 años bajando y subiendo esas escaleras que lo llevaban a su casa.

Ya en la mezzanina de la estación del metro (no es relevante cual) llegaba el primer golpe para su bolsillito, el ticket del metro costaba 1,50 BsF (una miseria para esas personas que cuando alguna moneda se les cae al suelo no la recogen), él suspiro al notar que su capital se reducía casi en un cuarto, claro que él no sabía eso, no entendía las clases de fracciones de la señora García, su maestra gruñona.

Pagó después de hacer una cola de unos 10 minutos en la caseta de venta de boletos. Solo le quedaron 5,50 BsF, pero él era un muchachito inteligente, aprovechó y compró un ticket integrado, para después dar un paseito en Metrobús, una de esas maneras inocentes que tenía para distraerse.

De nuevo fue arrastrado escaleras abajo hasta llegar al andén, pobrecito, esa era la mayor desventaja de ser tan chiquito.

El viaje en metro fue relajante, el sonido estridente de los rieles lo ayudaba a olvidar esa sensación confusa (ese odio, rabia; esa tristeza de ser solo un niñito y no poder defender a su mamita), claro que el olor a cientos de perfumes baratos mezclados también colaboraba en esa tarea. Le fascinaba la parte del trayecto en la que el tren pasaba sobre rieles cubiertos por el cielo de una ciudad rodeada por verdes montañas, esa parte en la que podía ver a través de las ventanas y disfrutar del verde y el azul fusionándose en lo alto, en lugar del oscuro gris ennegrecido de los túneles del subterráneo de Caracas.

Él era un niño, ¿acaso podía ser menos distraído? ¿acaso debía él dejar de soñar? a cualquiera se le pasa la estación como a él esa mañana. Se sintió un poco mal, no se permitía cometer errores de ese tipo. Se bajo en la siguiente estación y tomó el otro tren. Corrigió su error en escasos 5 minutos. Ya estaba allí, muy cerca de su escuela.

En una esquina a una cuadra de su escuela, la señora Marcelita vendía empanadas todos los días, allí era en donde el pequeño Pedrito desayunaba a diario, las empanadas costaban 12 BsF, pero tenían queso por montones, o bastante pollo, o bastante carne, todas estaban generosamente rellenas. Pedrito nunca tenía suficiente dinero para poder comprarse alguna, pero Marcelita era una mujer muy sensible, desde que conoció a Pedrito se encariñó con él, para ella él era un niñito muy dulce. Una empanada cada mañana, a veces de queso, otras veces de carne, aquella mañana Pedrito tuvo una sonrisa de oreja a oreja cuando Marcelita le regaló una de pollo.

-¿Cómo estuvo tu fin de semana, Pedro? - Le preguntó ella mientras disfrutaba de verlo comer
-Yo... Ahí, bien, Marcelita
-¿Qué hiciste?
-Yo... Ahí, jugar, Marcelita
-Me parece muy bien, ¿no tenías tarea?
-Yo, no... Bueno, sí, pero la maestra me borró la pizarra - le respondió dudoso
-¿En serio?
-Sí, yo... ella es mala conmigo
-Uhmmm... ¿no será que copias muy lento?
-No, yo... bueno... - mostró su sonrisa a la que le faltaban dos dientecitos - es que me distraigo, Marcelita
-Bueno, no se me distraiga, mijo
-Bueno, está bien, Marcelita

Pedrito se terminó su empanada rapidito, dio mordiscos como de piraña. Marcela le dio una palmada en la espalda antes de que el niño continuara su camino a la escuela.


Entrar al salón de clases nunca era una experiencia grata, esa señora García era una bruja. Pedrito nunca aprendía nada de sus clases, lo único que sabía a ciencia cierta era que ella gritaba mucho y que siempre les estaba sacando en cara que esa escuela era para niños pobres, eso lo hacía sentir mal; no que le dijeran pobre, eso no le parecía motivo para ofenderse, eran los constantes gritos y regaños. Sí era verdad que su mamita no podía darle todos esos juguetes que veía en las televisiones de las tiendas, pero que le estuviesen diciendo bruto a cada rato, eso sí lo ofendía, él era un pequeño genio; no está de más decir que aprendió a amarrarse las trenzas de los zapatos a los 5 añitos.

La campana del recreo sonó a eso de las 10:15 am, un ruido sutil a sus oídos, hasta el gallo fastidioso del cerro tenía una voz más bonita que la de la bruja García.

El patio del recreo no era muy grande, y lo compartían todos los alumnos de camisa blanca del colegio a eso de las 10:15 am todas las mañanas, los niños de 6to grado siempre molestaban a los pequeños, ¿eso le importaba a las maestras?

Pedrito caminó penoso por la parte más alejada del patio del colegio, por allá él se sentía un poco solo, pero tranquilo, ¿Por qué mamita se aguantaba a Rigoberto? ¿Por qué mamita dejaba que él se le montara encima?¿Por qué Rigoberto siempre le dejaba los ojos morados? ¿Por qué mamita le pedía que no le contara a nadie?

Sus ojitos se aguaron de nuevo sin sentido.

Con sus manitas dentro de los bolsillos de su pantalón azul marino del colegio, llegó a la última esquina del patio, allí fue interceptado por un bravucón de sexto grado.

-¿Tienes rial? - gruñó al atravesarse en su camino
-Yo, eh... tengo, pero poquito
-¿Cuánto tienes? - le dijo de manera intimidante
-Como seis bolos... seis... como...
-Ya, ya, ya, no balbucees 
-Yo... está bien
-Dame tu plata
-Yo... no... no...

El muchacho lo empujó contra una pared, ¿alguna maestra estaba prestando atención?

-Bueno, bueno... - tuvo que darle sus moneditas y los dos billetes de 2 BsF
-Menos mal que no te pusiste brutico - se fue el niño bravucón con aires de victoria

Ahí estaba Pedrito, solito y ahora sí, con los bolsillitos vacíos. Pobre Pedrito, estaba ahora paradito esperando el timbre de entrada al salón, sintiendo punzadas raras en su pechito, pero no iba a llorar, porque los varones no lloran.

Pedrito tuvo un día horrible en el colegio, pero lo que le faltaba todavía en lo que quedaba de día; Marcelita ya se había ido así que no podía ayudarlo, ¿cómo iba a regresar a su casita improvisada?

Pedrito caminó hasta la estación de metro más cercana a su escuela, pero para qué entrar, no tenía para comprar el ticket de vuelta a casa; apretó sus puñitos y puso cara de cañón. Le tocaba caminar a casa.Con pasitos temblorosos comenzó la larga caminata, pero eso no importaba, sus piernitas estaban bien acostumbradas al trabajo físico, era el recuerdo de ese bravucón, el de la bruja García, era ese borracho de Rigoberto; eran esos recuerdos, eran esas personas la causa de que su estomaguito estuviera revuelto en una sensación desconocida para él.

El paisaje no lo animaba a pensar en cosas bonitas, carros, motos, buhoneros, ruido; había mucha tensión en el ambiente, comenzó a marearse un poco, tenía hambre. Pedrito caminó hambriento durante más de dos horas, hay que tomar en cuenta que sus pasitos no eran muy largos, él era un niñito de 8 añitos, un niñito de 8 añitos paseando por una ciudad caótica vistiendo su camisita blanca del colegio, un niñito caminando y no era su culpa, él no había elegido nada de eso; él continuaba caminando sin pararse a descansar; gotas de sudor surcaban su frentecita como ríos salvajes, sus manitas  y sus piecitos también estaban un poco mojados; los zapatos negros del colegio no resultaban ser muy cómodos tampoco.

El pequeño Pedro pensó en sentarse en algún murito para llorar, estaba asustado, pero ¿saben qué?, los niños grandes no lloran, los niños son fuertes, y él era un varoncito con determinación. Todo vaciló cuando vio que un bus verde se aproximaba a la distancia de aquella avenida caraqueña, un bus con una pantallita electrónica en su tope, una pantallita en la que letras amarillas se deslizaban de izquierda a derecha dando la indicación de su ruta destino y saludando. Era una unidad de Metrobús. Pedrito sintió una debilidad infantil, el bravucón le había quitado su dinero, pero él todavía conservaba su ticket de Metrobús.

El ticket de Metrobús tiende a expirar pasadas 4 horas de haber sido utilizado en el sistema metro. Pedrito estuvo en el colegio por más de 4, sin contar las de la caminata; de todas formas corrió a la parada y esperó a que el autobús abriera sus puertas. El chófer lo miró de manera extraña cuando ingresó.

En las unidades de Metrobus casi nunca sirven las máquinas validadoras de tickets, y a los conductores eso les facilita el trabajo, pues no tienen que cobrarle a nadie que no quiera pagar. Pedrito abordó gratis el Metrobús.

Allí fue cuando lo vi, yo era tan real como esta historia, tan imaginario como una de las millones de personas que se pueden atravesar en tu camino, esas personas que ignoras simplemente porque no te interesa quien te pasa por el lado. Yo iba de regreso a casa después de una mala tarde de universidad; al ver a ese niño me sentí desequilibrado, sus ojitos cristalinos me contaron su historia tan rápido como el parpadeo de un pez (¿alguna vez has visto a un pez parpadear?), todo ocurrió tan rápido como el aletear de una mosca ágil; Pedrito necesitaba gritarlo, él necesitaba sacar de su interior todas esas maldiciones que le tenían maltrecho el corazoncito.

Pedrito se paró en la zona en la que se colocan las sillas de ruedas (cuando hay alguna) y se asomó por la ventana enorme que en algunas unidades de Metrobús funciona como salida de emergencia; el niño lucía hambriento y triste, lucía errático; el niño inspiraba un sentimiento de melancolía y una sensación de pesar que me lastimaba la espalda alta. Pedrito tenía sus manitas curtidas, quizás por haberse apoyado de algún muro sucio, así se había ensuciado su camisita blanca del colegio.

Apagué la música de mi celular y me quité los audífonos porque no podía soportarlo, el niño era una historia triste de esas que nadie quiere leer, era una película de esas que lastiman el alma; el niño era un cristal fragmentado. Ese niño era esa sensación de humildad que es capaz de destruirte cuando sabes que no tienes nada para dar.

Allí estaba Pedrito, mirando por la ventana. Volteó. Me regaló una mirada tan real como esta historia y tan irónica como un mal chiste; el niño me sonrió. El niño de pronto pareció feliz disfrutando del paisaje montañoso de la ruta del Metrobús, quizás veía todo diferente ahora que estaba sobre ruedas, quizás ya las piernitas le pesaban.

Cuando su sonrisa a la que le faltaban un par de dientecitos se apagó, supe que ese niño paseó por la ciudad vistiendo su camisita blanca del colegio y una enorme confusión, entendí que él estaba allí de paso, y que al bajarse de aquella unidad de Metrobús no estaría más cerca de casa, pero por lo menos en aquel momento (durante el paseo) había podido olvidarse de todas aquellas cosas que le atormentaban la cabecita.

Allí había un niño solitario, ¿acaso a alguien le importó?

Me bajé del bus. Pedrito siguió mirando por la ventana. Nunca sabré si llegó a salvo a casa.


"Si cada cabeza es un mundo, entonces han de haber más de 6 mil millones de mundos en problemas en este planeta"

L.F. Arias.


Una Tarde de Febrero trabajando para Ellos



lunes, 4 de febrero de 2013

Él ya Tenía Todo lo que Necesitaba

El clima de febrero le permitía ponerse abrigos largos para ir a trabajar, zapatos deportivos desentonaban su look de oficina, ¡Pero si ya es viernes de nuevo! no importará demasiado eso. Una taza de café acompañó su desayuno, veloz como rayo no dejó nada en el plato. Sonrió, tenía el estómago lleno.

El clima de febrero le alegraba la caminata al subterráneo, sus pisadas no se sentían, esos zapatos deportivos le acariciaban las plantas de los pies; era poesía, era respirar profundo y aguantar el aire por diversión, eran campanas de fondo mientras él pisaba hojas caídas de los árboles, era.... eran tantas cosas en una, era amor; estaba pensando en ella.

El sabor de sus labios le endulzaba los pensamientos, y el imaginar su tacto le erizaba la piel; un suspiro, eso era, era reposar bajo la sombra de un árbol; dulce y delicada situación, sutil, y suave como las sábanas color lavanda y con aromas florales de la habitación de ella; una gota de agua tibia resbalando por su espalda. Una caricia en la parte trasera del cuello; era ella la que le permitía caminar con tan majestuosa soltura, y en un abrir y cerrar de ojos llegó a la oficina.

Puertas de cristal que se abrían sin hacer el más leve sonido para dejar ver el interior del lobby del edificio, remodelado hacía semanas atrás, ¡qué buen trabajo!, algunas pinturas modernas decoraban la estancia, floreros y estatuas. La chica del puesto de "información" le sonreía a los visitantes, en especial a él, un hombre de esos que atraen miradas, uno de esos que aparecen en conversaciones de mujeres solteras un poco tomadas. Un tipo al que muchas en ese edificio habían intentado atrapar.

A paso firme atravesaba el lugar para colarse en el ascensor; vaya iluso si creyó haber pasado desapercibido.

Un escote salvaje resaltaba sobre los demás juguetes que tenía aquella mujer, alta y estilizada, puta como ninguna, pero era la jefa; ese olor a perfume francés inundaba los sentidos de todos los visitantes de su oficina, al menos 16 personas iban para allá cada día, a veces con excusas baratas que les permitieran echarle un ojito a la mandamás, a veces sin excusas.

Él casi corrió hasta su escritorio, limpio y ordenado, como todas sus cosas; escapar de la regalada de la planta baja le suponía todo un triunfo, y era por eso que aquellos rumores se esparcían como la gripe porcina. Medio edificio consideraba que él, un hombre enamorado, era tremendo maricón. 

¿Es acaso una sentencia de muerte el no acostarse con cualquier cosa que se mueva y deje ver sus piernas gracias a una falda corta?

¿Era él un marico por no aprovecharse de la calentura que le inspiraba a esas mujeres de su oficina?

 En caso de ser ciertos los rumores, ¿el ser homosexual es algo negativo?

La realidad era que él se tapaba los oídos y seguía con su vida. Dejó su abrigo largo a un lado y se levantó para buscar un vasito con agua; fue allí cuando nació esta historia, justo cuando esas uñas largas  y rojas lo tomaron por el hombro, el aroma francés lo mareó, y ya tenía una cita con la mujer que más veces había intentado tenerlo entre sus piernas.

Suspiró. 

Sus pisadas no resonaban por el pasillo de camino a su oficina, y si lo hubiesen hecho no habrían sido escuchadas gracias al sonido de los tacones de la mandamás del lugar, ¡vaya manera de caminar sobre tacones!, realmente lamentable. Para sacarse el aroma francés de la cabeza inhaló fuerte y profundo y allí estaba, ella de nuevo, delicada como muñequita de porcelana, con su sonrisa dominguera, de esas que no se fingen, de esas que parecen no agotarse aún cuando el sol se va a dormir. Allí estaba la calidez de sus pechos, y el esplendor de la parte baja de su abdomen. Allí se quedó aun después de exhalar; eran tantas cosas juntas, como la humedad de un día de playa o el placer de jugar a las luchas sobre la arena; ella era el flotar de un ave que deja de aletear por un momento y una flor brillante bajo la lluvia.

Ella era la primavera, el otoño, el invierno y hasta el verano, caliente y mojado, como sudor sagrado que corre salvaje por los muslos de una mujer dócil; ella, solo ella, era un beso suave en el cuello, y una ducha tibia a las 11 de la noche. Ella era su almohada favorita y la única cosa en el mundo indispensable. Ella era sus mejillas rosadas y su lengua cuando probaba algo delicioso, era el placer, era amor, era... Era... No se encuentran palabras.

Los senos salvajes lo miraban, pero no duró mucho; él se dio media vuelta; escuchó acusaciones y berrinches, escuchó como lo llamaban de mil maneras diferentes, parecía un episodio difícil en algún lugar recóndito de la mente de un vagabundo desdichado.

-Ni ahorita, ni esta noche, ni ninguna -Le dijo cuando ella terminó

No hace falta decir más. Él ya tenía todo lo que necesitaba.


"...Ella era todo lo que él necesitaba...".

"Es la voluntad de un hombre, es eso que nos permite seguir fieles a nuestros valores".

"Respeto...".

L.F. Arias.

Para alguien que valora acciones como esas