Surf en SD

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La vida está en el camino.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Perdido en la Sabana

En la parcela de Jaime 12/15

Tomé un bus con destino a un lugar desconocido, me embarqué sin fecha de retorno para escapar del caos que envuelve a la ciudad. Sin embargo, fui embaucado por la suerte, pues a mitad de la sabana todavía pienso en ti.

El sol juega solitario en el cielo azul celeste, pues no hay nubes acá. Todos se refugian en sus casas, yo prefiero tenderme sobre la hamaca de cabuyas y sentir como se van los minutos mientras la brisa acaricia mi piel. El aire aquí es puro. Todo se ve más claro, como si estuviese en alta definición. Sin duda los colores que apreciamos en Caracas no son reales, son algo similar a una burda ilusión a la que nuestros ojos se acostumbran para evitarnos el mal rato de sabernos ignorantes a las tonalidades verdaderas de las cosas.

Las frutas cuelgan de los árboles como un regalo ofrecido por la naturaleza, un regalo delicioso. Hemos caído en la trampa de escarbar cestas de supermercados y abastos en busca de naranjas, guayabas, manzanas y peras frescas, pues acá están las de verdad. No hay refrescos, ni jugos de cartón. No hay mentiras de ese tipo. Aunque el que las busque siempre las va a encontrar ocultas en algún lugar.

En este pueblo abunda la cerveza, se beben diariamente más botellas del líquido dorado que vasos de agua. Algunos afirman que así combaten al calor abrumador que nos hace transpirar desde las siete de la mañana hasta que nos vamos a dormir aliviados por frío proveniente del aire acondicionado. He bebido mucho. Diferentes sabores. Así he llegado a confirmar, nuevamente, que el alcohol no me apasiona; todavía creo que preferiría una buena compañía, dos buenas raciones de sushi  y un par de vasos de té frío sabor a durazno.

Los niños corren libres por las calles de tierra. Juegan desnudos sobre el pasto de sus patios. Saltan, ríen y bailan. La inocencia de la infancia me enamora. Contigo llegue a sentirme como un niño, fui libre; decía incoherencias, me tropezaba al caminar y caía como tonto en la bella trampa de tu sentido del humor. Para los chicos todo es nuevo, todo sabe bien, todo se ve bien. Es apasionante. Ellos montan  bicicletas, yo lo intento, pero me caigo. Me quito la camisa, sudo, rio. Me siento como nuevo.

Los cerdos se revuelcan en el lodo, buscan comida en cada rincón. Las vacas se comen el pasto y le dan armonía al paisaje sonoro del pueblo con sus bramidos. Las aves  y las mariposas vuelan por doquier, son libres. Estoy tan lejos de mi camino habitual que ya el tiempo se ha perdido. Viajo sin brújula. Los perros son amigos de los gatos, y las arañas se esconden en mi ropa. Estoy tan lejos de casa, que ya ni me importa.

Lo simple de la vida me permite continuar con el proceso de aprendizaje que ya venía desarrollándose desde la noche del once de noviembre. Acá no hay abundancia material, la riqueza se resume en un plato plástico con dos arepas de maíz y una gran porción de nata a un costado. La riqueza se separa de los billetes para volverse algo grato con la capacidad de hacerte sonreír. ¡Qué gusto da sentirse así! ¡Qué gusto da afirmar que, como siempre le he dicho a mi padre, el dinero es simplemente números y papel!

Acá sueño despierto constantemente. Sueño con dos ojos de mujer que me miran desde el horizonte lejano, tal y como me mirabas tú cuando la puerta de la habitación se cerraba. Sueño con miradas pícaras que me calientan. Acepto que esos ojos no son los tuyos. Entiendo que no deben serlo.

Sueño con dos manos de mujer que me acarician el pecho cuando la hora de dormir se hace inminente. Sueño con ese tacto febril que me recuerda que estoy vivo. Acepto que esas ya no sean tus manos. Entiendo que no deban serlo.

Las intrigas están escondidas en cada hogar. Poco a poco las descubro; me encanta. La mujer de un hombre es su cuarta hembra. Un hermano es capaz de estafar al otro en un juego de cartas. Un forastero se coge a una vieja para encontrar refugio y después se revuelca entre topochos con una mujer de veinticuatro. Cada sobrenombre tiene una historia, hasta dónde sé todavía no tengo uno.

La vida es tan simple, y me rehusaba a creerlo. La vida está en cada grano de arena que desciende del reloj artesanal que Dios fabricó para cada uno de nosotros. Tenemos el tiempo contado. Maldigo a la filosofía con la que me formé creyendo que estaba incompleto, que me hizo trabajar en función de lo que me faltaba, en lugar de hacerlo en función de lo que tengo. Malgasté tiempo, quemé experiencias y te perdí. Te perdí cuando me perdí. Solamente debía seguir siendo yo mismo. Por eso ahora me he vuelto a perder para poder encontrarme, solo me pesa saber que ya no te voy a volver a encontrar a ti.

Estoy en un viaje. He vuelto a ponerme en movimiento; estoy hambriento.

No sé en dónde estoy  y me encanta. Digo que sí  cuando lo siento correcto, digo que no si así lo quiero y me encojo de hombros si me da igual, si deseo que el azar reine por un rato. Me la juego en el lance de unos dados, a la caída de una moneda sobre el cemento pulido y al revelar de unas cartas españolas, porque así la vida es más grata, así me sorprende y me vuelvo a sentir vivo.
Sigo soñando despierto. Sueño con un par de labios femeninos que pronuncian mi nombre desde las sombras, tal y como lo hacían los tuyos cuando tus pechos me tentaban, cuando querían mis besos. Sueño con dientes incisivos centrales que no son perfectos. Acepto que esa ya no sea tu boca. Entiendo que no tiene porqué serlo.

Estoy perdido en la sabana buscando lo que desconozco: Palabras, bebidas, pieles, climas, animales, colores, sabores y mujeres. Estoy dando tumbos al azar para poder encontrarme con el hombre-niño que debía ser si hubiese vivido aprovechando la plenitud de mi ser. Quiero encontrarme antes de que se agoten mis granos de arena, porque deseo que cuando se de mi reunión con Dios, Él pueda reírse de mis planes y yo de los que Él tenía para mí, estando de acuerdo en que lo que conseguí era lo que inevitablemente iba a conseguir si daba lo mejor de mí.


Todos estamos perdidos, y eso está bien; porque cuando creemos que no lo estamos, dejamos de movernos. No dejemos de movernos. Sigamos adelante, porque solo los que se mueven se encuentran con que al final aprovecharon al máximo todos y cada uno de sus granitos de arena. El final llegará y nos encontrará con una sonrisa. Será una grata despedida, una bella sorpresa.

Que el final nos encuentre plenamente satisfechos.

L. F. Arias

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Paseo

Voy a dar un paseo.

La soledad pesa más de mil kilogramos esta tarde noche y la ciudad me encuentra lejos de casa. Yo me encuentro lejos de casa. Estoy en medio de un viaje que a veces pinta muy bien, pero que otras se desdibuja mientras me derrumbo imaginariamente al ser aplastado por tu recuerdo. Cómo pesa tu recuerdo.

Las ramas de los árboles se mecen sobre mí en el Parque Los Caobos. Tu fantasma vuela a mi alrededor cuando me detengo a observar el arte. Caracas es una ciudad sumida en el caos, este parque no se escapa. Veo parejas comiéndose a besos, manos que aprietan nalgas cubiertas por jeans rotos en las rodillas. Las lenguas se cruzan lubricándose entre sí. Él aprieta sus senos como queriendo exprimirlos.

La hamburguesa costó mil cuatrocientos cincuenta bolívares. Estaba muy rica. Los valió. Te vi sentada frente a mí, pero no eras tú y la música sonó dentro de mi cabeza. El pianista se lucía en una tonada melancólica. La voz se desgarraba con frases que hablaban de la mentira: “Sintiéndome confundido, sin saber qué hacer. Asustado de que ella no me ame más. Ella dice que sí, que no la he perdido, pero ¿Quién estará tocando a la puerta? Debe ser algún otro. Debe ser otro al que ella ama”. Pasan las papas fritas por mi esófago, caen como yunques en mi estómago. Ya no tengo más hambre.

Mi compañera luce un hermoso “solitario” guindando en su oreja izquierda. Quiso regalarme uno, pero me rehusé a usar una pluma como adorno. Nos reímos. Escuché tu sonrisa. Ya estabas de nuevo conmigo. A veces, no puedo simplemente estar sin ti. Deseo un cigarrillo.

El tren marcha sobre rieles haciendo un ruido metálico. Me recuesto de la puerta. Me regañas. No eres tú, ya no estás aquí. Solo queda tu sombra. El viaje se torna triste. Toco fondo de nuevo. Te extraño. Todo lo que no hice me revuelve el estómago, porque ya aprendí, ya entendí que esto es lo que sigue para mí. Abandono el tren en la estación de Parque del Este.

Las fotos de aquella segunda cita, esa de finales del dos mil diez; las del Parque Los Caobos. Las fotos toman vida, mi amor. Recorrí todos los rincones que alguna vez visitamos juntos, te pensé con nostalgia. Me siento tonto dejándote ir. No se siente del todo correcto dejarte ir. Se ha rebosado el agua que rodea la escultura de El Pensador. Se han rebosado mis ojos. Lloro de nuevo por ti. La oscuridad ya viene para apoderarse de mi corazón otra vez.

El Pensador 2011

Voy montado sobre un enorme elefante dorado. No tengo rumbo ni destino. Miles de colores surgen del suelo, todos se quiebran. La grama ahora es tierra. Los perros ahora son cuerpos inflados a un lado de la carretera y las aves de carroña siguen siendo lo que son: unas malditas. El mundo tiene fin, y me acerco a él.

Los pasillos del supermercado se hacen largos, los anaqueles están repletos de productos repetidos que nadie desea comprar. Doy pasos confusos, tiembla mi caminar, no me hallo sin ti esta noche. Tomo unas galletas María y un Powerade de Mora Azul, el que nos gustaba a los dos. Me siento miserable, como si doscientos mil quinientos bolívares no fueran suficientes, como si el dinero no fuera más que números al azar que me hubiese encantado ver llegar a cero a tu lado. Los habría vuelto números negativos visitando Margarita, Mérida y Canaima. Habría degollado a cada unidad que se cruzara en mi camino ansioso por sobre la Recta Real que nos enseñaron en el colegio.

Las manos sucias de una mujer me entregaron un cigarrillo Belmont y una caja de fósforos amarilla. Pagué con un billete de cien y lo vi transformarse en cuatro billetes de menor denominación. Me tomó cinco intentos encenderlo porque la brisa apagaba el fuego. El primer jalón me mareó. Como tú. Tú me elevabas. Te di ese poder.

El piano del parque estaba todo rayado. Me senté en él como lo hice hace años. Posé para la foto imaginaria que recreó aquél momento en el que te tenía cerca. Ya no estás, solo me quedan tus huellas; solo me quedan tus memorias. Ya no escucho la música, Leona. Solo escucho tu voz diciendo adiós. Ya no veo a Young, tampoco a Thriller. Se borra esa parte de mí que estaba acomodada en el año dos mil diecinueve allá en Bogotá.

El Piano 2011

La derrota se hace oficial cuando abordo el metro en Altamira, ese preámbulo a la frontera invisible que tenemos los que vivimos en el noreste de la capital. Un hombre le agarra el culo a su mujer mientras descendemos sobre las escaleras mecánicas. Ella le muestra su sonrisa y le besa. Se toman de la mano y pasean hasta el otro extremo del andén. El tren no llega; nunca llega a tiempo los sábados en la noche.

La trompa del elefante se pone erecta para apuntar hacia lo que parece ser el centro del sol. Quedo ciego por momentos. Todo se ha pixelado, Leona. Tu cabello ahora es de otro color, tus ojitos ya no me miran y tu voz se ha secado para mí que no la he escuchado hace más de un mes. El piso desaparece y floto sobre mi elefante dorado. Estoy en la nada. La oscuridad ya me rodea.

El Elefante Dorado

Se aplanan mis nalgas flacas cuando me siento sobre el borde de una pequeña fuente en la Plaza Francia, el árbol navideño  gigante que han colocado para celebrar este dos mil quince está precioso. Todo el mundo se toma fotos y yo comienzo a arrepentirme por no haber traído mi cámara. Comienzo a arrepentirme por no haberte traído a ti. Extraño a mi compañera de aventuras y no puedo decírselo porque creo que ya no le importa. ¿Cómo hiciste para borrarme, Leona? No te guardes el secreto. No me hagas eso. Tengo que ir a por un cigarrillo.

El Museo de Ciencias y la Galería de Arte Nacional son edificios que visitamos varias veces cuando de enamorados buscábamos refugio. Insinuaciones mientras íbamos de una sala a otra cruzando las rampas tomados de manos. Cómo te sudaban las manos; nunca me importó. Todo en ti me resultaba bello: tu hablar acelerado, tu delgado labio superior, tus marcas de nacimiento y tu ligera escoliosis. No quise entrar a los museos. Preferí la tortura en el Parque Los Caobos.

Parejas de todas las edades compartían un buen rato en la Plaza, besos por aquí y por allá. Sonrisas y risotadas por doquier. Celebraciones al amor y a la amistad. Se me calentó el corazón porque todavía siento amor, me sentí bien por todos, pero nuestra memoria comenzó a quemarse. El cigarrillo se tornó amargo. ¿Qué estarás haciendo tú esta noche? Ya no es de mi incumbencia. Soy el que ya no está.

Camino a casa a través de la desierta Avenida Sanz, vivo en un toque de queda acá en Caracas. La muerte danza alegre porque sabe que está ganando. Busco confort, solo estoy en busca de eso. Paseo lento rumbo a casa sabiendo que allí no lo voy a encontrar.

La cola del cigarrillo sabe a mierda, la dejo caer y la aplasto con mis zapatos Vans de cuadros marrones oscuros y claros. No había fumado en mucho tiempo. El Powerade de Mora Azul me enfría la boca. Me endulza las papilas gustativas. Extraño tus besos tímidos y los fogosos también. Tus abrazos cálidos y amistosos. El humo me consume y me fusiono con la oscuridad que ha llegado para arrastrarme hasta el fondo. Me hundo con tu recuerdo, que me envenena y me destruye cada vez que parece que me he vuelto a construir. Se cae la casa de naipes sobre el vacío del fin del mundo. Te encuentro solo para escucharte decir que ya no me amas. El juego ha terminado.

Mi caminar es libre. Extiendo los brazos hacia los costados y los conductores que transitan la Avenida Francisco de Miranda me miran raro, como si estuviera loco. Me siento feliz por este paseo. Siempre amé las caminatas nocturnas, siempre abracé mi soledad con dignidad. El edificio de Centro Plaza me invita a visitarlo, tú ibas para allá aquella tarde en la que nos vimos por primera vez. Ibas a ver a Fernando cuando ya no lo querías como compañero. Yo estaba tocando a tu puerta y no me querías abrir aún. Por cosas del destino terminé en el supermercado sintiéndome bastante solo.

El elefante dorado muere, cae y me abandona. Floto sobre la nada mientras él se pierde en el vacío. Nunca lo escuché chocar contra el fondo. El sol se ha extinguido y ahora el frío se apodera de la oscuridad. Brillan algunas estrellas, las mismas que fueron testigos de nuestra unión el seis de enero de dos mil once. Todo el ciclo se desordena ante mis ojos y entiendo que este fin es el nuevo comienzo. Me toca renacer. Quiero renacer.

El humo asciende. Somos uno, él y yo. El paseo comenzó a terminar desde el momento en que me entregué a la idea de que me encontraba en compañía de mí mismo. Me amo, pero estando incompleto no soy buena compañía, no soy la compañía que necesito.

El paseo termina en mi cama pensando en la explosión de colores que me hacías ver cuando tras el juego de nuestros cuerpos acabábamos de hacer el amor.


¿Alguna pregunta? Hoy ya he dicho todo lo que tenía para decir.

Colores


L.F. Arias



martes, 8 de diciembre de 2015

Militar

Vivo el día a día bajo el manto oscuro que la muerte tiende sobre esta ciudad. Vivo entre grupos que luchan por la injusticia y la desigualdad. Vivo atrapado en una red militar tejida con la intención de preparar nuestro destino, prepararnos para el colapso inminente de nuestros pulmones.

Vivo el día a día con la muerte sobre la espalda; jadeando. Vivo entre cuatro paredes de las cuales cuelgan cuadros que contienen arte en forma de paisajes diversos. Vivo atrapado en un mar rojo que se nutre de diversos riachuelos de sangre, sangre que se derrama en flujo constante cada mañana, cada tarde y cada noche en mi ciudad.

Marcho al ritmo de la voz gruesa de un líder al cual no respeto. Veo a mi pelotón rebuznar ignorante, y entonces entiendo que la vida que elegí no es para mí. No encuentro honor en mi uniforme, tampoco en mi proceder. Soy una hoja verde que el viento transporta aleatoriamente. Soy el retrato de la inconformidad que fue colocado sobre la mesa de noche con la indignación de un ideal perdido.

Estoy ligado a la campaña, cuelgo panfletos en los postes de luz y le subo el volumen a las cornetas para que la voz de una vieja gloria atraiga a los fanáticos y los aliente a seguir luchando. Me quemo bajo el sol del mediodía, mientras que lo que queda de mi alma se extingue con pereza.

Soy ese par de tetas jugosas que se esconden bajo el uniforme de gala, y también las rodillas maltratadas por el roce con el piso de cemento, que es mal apoyo para practicar un indecente acto oral. Así ascienden al cielo algunos, para después caer.

Veo cicatrices impunes en el espejo. Soy yo. Corrupción, violación, deshonor. Me acepto como un fracaso al juramento. Ojalá pudiese regresar el tiempo, pero eso no es posible. Me acepto como un fracaso, un cáncer que se propaga rápidamente por la sociedad.

Veo el rostro pintado en la pared, leo debajo de él la inscripción “Gloria al Cadete” y tomo mi arma. He vivido mi vida persiguiendo al conejo equivocado, y no hay bálsamo para este enfermizo arrepentimiento. Por eso digo adiós; que el manto de la muerte caiga sobre mí al momento en que sus jadeos cesen y ésta finalmente eyacule.


- Un disparo. Un hombre joven cae tendido sobre la grama. Suenan alarmas. Dos jóvenes uniformados y cuyas caras están pintadas con franjas verdes y negras arriban a la escena. Se sorprenden por lo que ven, se lamentan porque alguien tendrá que limpiar la sangre que ha salpicado sobre el rostro pintado en la pared -.

 No apresures el final.

L.F. Arias

domingo, 6 de diciembre de 2015

Chuli

Chuli es una palabra que nos describía,
era tu sobrenombre,
también era el mío,
fue una expresión que nos unió como uno solo.

Chuli era más que cinco letras
unidas a la fuerza.
Era celebrar tu presencia,
invocarte para que iluminaras la habitación
con tu luz.

Chuli era un sueño que se hacía realidad,
un sinónimo de ti.
Era tu voz aclamando mi atención
cuando caía rendido y distraído.

Yo era tu Chuli,
así como tú eras la mía.

Chuli era exclamarte cuando te quería cerca,
una manera de decir tu nombre sin decirlo,
porque sé que siempre aborreciste
que lo usara si no estábamos molestos.

Chuli nació como un chiste,
una expresión feliz con la cual llamarme.
Tú la inventaste, yo la adopté.

Chuli es una palabra que todavía
escucho pronunciar en
algunos rincones de mi memoria.
La uso cuando hablo con tu fantasma
en mis ratos de locura.

Te has marchado, Chuli.
Y has dejado un recipiente lleno,
repleto de emociones que se mueren 
por correr libremente.

Me has enseñado que la vida
sí estaba a nuestro alrededor,
que es enorme y hermosa.
Siempre supe que eras brillante, Chuli.

Chuli fui yo en tus cartas de amor,
y fuiste tú en las que te escribí.
Chuli vas a ser por siempre,
te guste o no.
Es un apodo que se arraigó en tu piel,
y no podrás sacarlo de allí,
así como yo no puedo sacarlo de la mía.

"¿Es en serio, Chuli?"
Pregunté mientras me quebraba.
"¡Chuli, no!"
Exclamé después de romperme.

Ya no habrán más chuladas.
Se terminaron las jugadas.
Dijiste adiós a experiencias pasadas.
¿Qué pasará ahora con las partidas empatadas?

Para siempre se quedarán incompletas si no estás.

Hasta mañana, Chuli.
Porque "mañana" es siempre el día
que le sigue al "hoy" de turno.
Espero que "mañana" sea mejor para los dos.

Nos hicimos mejores personas.