A veces llega el momento de decir
adiós. Un adiós rotundo, no un acostumbrado “hasta luego”. Es natural
encontrarnos siempre con una despedida que no deseamos, porque nada parece ser eterno y
el anhelado “para siempre” resulta ser una ilusión que, tal cual una amputación,
duele cuando te cortan y se agudiza cada vez que apreciamos el vacío en donde
eso que estaba ya no estará más.
En ocasiones, no alcanza el tiempo para
demostrar lo que sentimos. Las noches se hacen cortas y los días se extinguen
como un fuego naciente, uno que prematuramente desaparece a la vista. Es algo
normal el silencio, cuando nuestra lengua solo se mueve mientras nuestros
labios están sellados, no salen las palabras y nuestros pechos se convierten de
pronto en cajas fuertes; en bombas de tiempo que algún día estallarán en llanto nostálgico
mientras vemos partir el tren desde lados opuestos de la ventana.
Ha ocurrido que los ojos no ven aun
estando abiertos. Las siluetas danzan en el exterior, pero no hay rostros ni
sonrisas. No queremos ver, para poder dudar de las situaciones. La duda nos da
el margen de error que necesitamos para morir en la agonía de un suspiro, y morir
nos gusta. Morir es un placer hasta que la flor se marchita y la belleza de sus
pétalos desaparece.
A veces nos ahogamos en un mar de
infelicidad. Nunca nos enseñan a nadar. Nunca nadie cree en la inundación sino
hasta que se encuentra sepultado bajo el agua. Las emociones se desbordan y el
amor se transforma en rencor y éste en cariño, la luz pasa a ser oscuridad y después
nos ilumina la comprensión. Todo lo bueno se vuelve malo y después se
transforma en algo más. Todo en nuestro mundo está propenso a derrumbarse, pero
no significa que no podamos volver a levantarlo cuando pase el temblor.
Alguna que otra vez hablamos de finales
felices, ¿Cómo podemos hablar de finales así? Lo bueno nunca debería terminar,
lo bueno debería durar por siempre, ¿Por siempre? Eso es una ilusión. Esa es la
raíz del problema, sabemos que el partido dura noventa minutos, pero siempre
queremos llegar hasta los penaltis, jugamos al empate, al cero a cero. Yo nunca
he visto un final feliz después de una definición por penaltis. Yo nunca he
sido feliz con algo que se termina, porque si era capaz de transmitir
felicidad, si se sentía bien, entonces nunca debió terminar.
Siempre alguien sufre. Es la
crueldad que mueve al mundo, son las cuatro ruedas del carrito que nos
transporta del nacimiento a la muerte. Los caminos se tuercen para mí. El
destino ya no está a la vista y de nuevo comprendo la cruda realidad: “A veces
deja de ser a veces y siempre deja de ser siempre, cuando las líneas del tiempo
se cruzan y tú y yo nos quedamos atrapados en medio del colapso de nuestras creencias”.
Continuamente espero la sentencia con
los ojos cerrados y los oídos atentos. Sentir como el filo del hacha corta el
viento que transita por el espacio que separa al arma del verdugo de mi cuello me
genera una poderosa excitación. Me genera un miedo que carcome mis entrañas. Me
quedo esperando por ti, sabiendo que tú ya has estado esperando por mí. Estamos
en el mismo sitio, pero ya no nos vemos. Es así como sé que la brisa en el
andén ha aumentado porque el tren se acerca. Es así como tu sonrisa lejana se
pierde entre la multitud y el “por siempre” se apaga.
Por momentos no me encuentro ni yo mismo, para luego reencontrarme viendo como
meneas la mano derecha desde el otro lado de la ventana mientras el tren se
aleja. Sueño con un mundo sin despedidas. Sueño despierto con conciliar el
sueño y que en ese sueño aparezcas tú y el “por siempre” vuelva a encenderse
para siempre.
Sucede seguido que sueño contigo. Sueño
conque cogemos nuestras maletas y marchamos hacía el horizonte juntos. Sueño
con una vida en la que el final nos agarrará viejos y satisfechos. Sueño
contigo vistiendo trajes de baño enteros y sombreros anchos que cubran la
delicada piel de tu rostro del sol caribeño. Sueño conmigo soñando contigo y
que tú sueñas conmigo. Te sueño despierto. Anhelo tus labios y de pronto me
sorprendo temiendo que algún de ellos escuche un “adiós”.
De nuevo me descubro con miedo.
Pasan muchas cosas, pero
ninguna es rutinaria, salvo el hecho de que siempre eres protagonista en las diferentes
películas que mi viciosa menta crea, produce y dirige para mi entretenimiento.
Ven conmigo y olvidemos mis
letras, mis palabras, mis miedos y mis sinsentidos. Acompáñame en la tarea de
borrar todo esto que he expresado y dame inspiración para iniciar un nuevo
párrafo feliz. Porque si bien tú no dependes de mí y yo no dependo de ti, eres
la chispa que me enciende y la somnolencia capaz de hacer que en un abrir y cerrar de ojos, el conductor del tren que se
desplaza lejos del andén en el que te despides de mí se duerma y mi viaje
termine con repetidos giros trágicos y una explosión. Y Cuando las historias
terminan con fuego, después de un tiempo solo quedan cenizas para recordar lo
que fue.
El andén se ha quedado atrás. Parece que hemos
perdido. Se apagan las luces. Todo termina y las palabras que te dije se las ha
llevado el viento. Podríamos dar por hecho que la belleza del “por siempre” se
marchitó. Podríamos darlo por hecho porque tú has decidido quedarte allá y yo he
decidido estar acá. Porque mientras uno de los dos vuela, el otro quiere
caminar. Porque el agua nos llega hasta el cuello y mientras uno nada al norte,
el otro nada al sur. Pero no lo quiero dar por hecho.
Soñaré con tu recuerdo hasta la próxima estación, y si todavía sigo vivo, haré lo mismo hasta que las estaciones terminen y el tren de vuelta en la dirección en la cual meneabas tu mano a manera de despedida. Porque me rehúso a aceptarte lejos, puedo decir en conclusión que a veces no creo en las despedidas. Solo una incógnita queda en el aire, una variable "Y", un hilo suelto que muta en una simple interrogación: “¿Todavía soñarás conmigo?”. Me gusta pensar que a veces lo haces.