La tinta le rebosaba las manos;
caía a chorros. Los charcos fueron creciendo a sus pies, todo comenzó a
mancharse. Las paredes se ensuciaron. Estaba otra vez mirando fijamente el
desastre; siempre me quedo atento a lo que está por pasar. ¿Qué se supone que
deba pasar para impulsar mi próximo movimiento? ¿La muerte? El accidente que arde
y enciende la situación hasta verla hecha cenizas. Estoy detenido esperando
la explosión.
La figura desgarbada tenía dos ojos
de diámetro anormal, similares al de sus fosas nasales; inspiraba paz. Verla
desangrarse me estimuló. Sentí placer con su sangre; verla inundando la
habitación. La mirada era hueca, lo fue hasta apagarse. La mujer-hombre fue
consumiéndose en un proceso de autodestrucción. Pronto fueron dos figuras las
que cayeron sobre el mar rojo.
Algunas velas estaban colocadas
en las esquinas de la habitación, con ese brillo tenue se apreciaban sombras
arrastrándose, intentaban nadar sin conseguirlo. La más pequeña gemía, la más
grande replicaba con gruñidos. La fusión había terminado por fin. Estaban
muriendo desde mucho antes de que llegara la velada definitiva. Morir ahogados era encontrar finalmente su
libertad, y así se alejaron una de la otra.
El vacío en mi pecho se hizo cada
vez más grande. Un llanto silencioso surgió cuando la dulce melodía de su voz
resonó en lo profundo de mi memoria. Las figuras brillaron al ritmo que el
fuego de las velas se extinguió. Viví el momento con intensidad. ¿Alguna vez
han visto a la muerte? Ella llega y se lleva algo para siempre, al cruzar la
puerta no hay vuelta atrás. El vacío me consumía y quedé postrado frente a un
espejo que descendió del techo. Brotaba tinta roja de mis manos.
Imágenes de una mujer gruesa
sonriendo surcaron el horizonte imaginario que se encontraba del otro lado del
espejo. La desnudez comenzó a erizar la piel de mis brazos y de mis muslos. La
fuerza de una erección sublime me dejó saber que todo era real. Mi pasado
estaba de vuelta y el presente ya no me pertenecía. La excitación del momento
me hizo olvidar el posible futuro, un futuro inexistente para ese entonces.
Todo se humedeció. Una voz
femenina decía incoherencias a mis oídos. Dos voces femeninas. Tres voces
femeninas, e incluso, una cuarta. Cerré los ojos y me olvidé del
desangramiento. Viví la guerra como si fuese algo normal. Marché a paso
decidido rumbo al final. Ocho tibios muslos suaves me envolvieron. Cuatro bocas
me besaron abriéndose camino hacia mi pubis y con sus cuatro lenguas se
divirtieron en un acto de promiscua felación. Me perdí.
Pensaba en un ángel hasta que el
pensamiento se materializó. Ella estuvo asqueada por la situación. Pronto ya no
la pude ver porque mis ojos se hundieron y las cuencas quedaron convertidas en
enormes agujeros negros. Mis respiraciones disminuyeron, una sola inhalación me dejaba satisfecho por múltiples minutos. Ese era el ángel de la muerte; me
gusta pensarla así. Un gemido de dolor ascendió desde mi estómago y explotó
quebrando mi esternón en dos.
Me sentí increíblemente débil, como si hubiese perdido la mitad de mi ser.
Me sentí pequeño. Me sentí incompleto. Me fui disminuyendo al ritmo de las
trompetas funerarias. Gruñí como un cerdo que se sabe víctima de un granjero
hambriento. Los gemidos de otra figura hacían fondo a mis exclamaciones
guturales. La tinta roja olía a excrementos. Mi corazón ya no estaba ahí. Mi
cerebro jugaba con recuerdos. Millones de imágenes que tenían un movimiento
repetitivo daban vueltas por mi cabeza. Senos enormes con pronunciados pezones
eran agitados delante de mí. Mi erección provocaba una fuerte vibración, que
siguió a la contracción de mis testículos adoloridos. Solo sangre. No había más
nada que yo pudiese ofrecer.
El ángel se tornó hombre y se
mantuvo al margen de la situación. Adoptó la postura de espectador. Quise pedirle que terminara con todo. No
pude hablar. El proceso de autodestrucción fue lento.
Pasaron lo que para mí fueron
interminables horas.
La figura que gemía se quedó en
silencio. Ya no se escuchaba el chapoteo de su torpe arrastrar al otro lado de
la habitación. Una parte de mi murió. Por mi imaginación vi su rostro. Escuché
su frialdad. Lo difícil de verla caminar ignorando mi presencia. Era ella. No
sabía que vivía dentro de mí; solo lo sospechaba. Tampoco supe prestar atención
a los detalles. Y así el recuerdo de sonrisas y charlas interminables se quemó.
El León se había rendido.
Las velas se apagaron. Sentí el
calor del fuego quemar mis entrañas y aluciné con un parto. La autodestrucción
era una ventana que se abría con lentitud misteriosa.
Exploté. Los dos lo hicimos.
Ambos estábamos del otro lado.
Ahora éramos personas distintas
que acababan de abandonar una pequeña habitación de paredes sucias.
El proceso de autodestrucción no
fue en vano.
Es un ciclo perpetuo de crecimiento. |