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| Voy a dar un paseo. |
La soledad pesa más de mil kilogramos esta tarde noche y la
ciudad me encuentra lejos de casa. Yo me encuentro lejos de casa. Estoy en
medio de un viaje que a veces pinta muy bien, pero que otras se desdibuja
mientras me derrumbo imaginariamente al ser aplastado por tu recuerdo. Cómo
pesa tu recuerdo.
Las ramas de los árboles se mecen sobre mí en el Parque Los Caobos.
Tu fantasma vuela a mi alrededor cuando me detengo a observar el arte. Caracas
es una ciudad sumida en el caos, este parque no se escapa. Veo parejas comiéndose
a besos, manos que aprietan nalgas cubiertas por jeans rotos en las rodillas.
Las lenguas se cruzan lubricándose entre sí. Él aprieta sus senos como
queriendo exprimirlos.
La hamburguesa costó mil cuatrocientos cincuenta bolívares.
Estaba muy rica. Los valió. Te vi sentada frente a mí, pero no eras tú y la
música sonó dentro de mi cabeza. El pianista se lucía en una tonada
melancólica. La voz se desgarraba con frases que hablaban de la mentira: “Sintiéndome confundido, sin saber qué hacer. Asustado de que ella no me ame
más. Ella dice que sí, que no la he perdido, pero ¿Quién estará tocando a la
puerta? Debe ser algún otro. Debe ser otro al que ella ama”. Pasan las papas
fritas por mi esófago, caen como yunques en mi estómago. Ya no tengo más
hambre.
Mi compañera luce un hermoso “solitario” guindando en su oreja
izquierda. Quiso regalarme uno, pero me rehusé a usar una pluma como adorno.
Nos reímos. Escuché tu sonrisa. Ya estabas de nuevo conmigo. A veces, no puedo
simplemente estar sin ti. Deseo un cigarrillo.
El tren marcha sobre rieles haciendo un ruido metálico. Me
recuesto de la puerta. Me regañas. No eres tú, ya no estás aquí. Solo queda tu
sombra. El viaje se torna triste. Toco fondo de nuevo. Te extraño. Todo lo que
no hice me revuelve el estómago, porque ya aprendí, ya entendí que esto es lo
que sigue para mí. Abandono el tren en la estación de Parque del Este.
Las fotos de aquella segunda cita, esa de finales del dos mil
diez; las del Parque Los Caobos. Las fotos toman vida, mi amor. Recorrí todos
los rincones que alguna vez visitamos juntos, te pensé con nostalgia. Me siento
tonto dejándote ir. No se siente del todo correcto dejarte ir. Se ha rebosado
el agua que rodea la escultura de El Pensador. Se han rebosado mis ojos. Lloro
de nuevo por ti. La oscuridad ya viene para apoderarse de mi corazón otra vez.
| El Pensador 2011 |
Voy montado sobre un enorme elefante dorado. No tengo rumbo ni
destino. Miles de colores surgen del suelo, todos se quiebran. La grama ahora
es tierra. Los perros ahora son cuerpos inflados a un lado de la carretera y
las aves de carroña siguen siendo lo que son: unas malditas. El mundo tiene fin,
y me acerco a él.
Los pasillos del supermercado se hacen largos, los anaqueles
están repletos de productos repetidos que nadie desea comprar. Doy pasos
confusos, tiembla mi caminar, no me hallo sin ti esta noche. Tomo unas galletas
María y un Powerade de Mora Azul, el que nos gustaba a los dos. Me siento
miserable, como si doscientos mil quinientos bolívares no fueran suficientes,
como si el dinero no fuera más que números al azar que me hubiese encantado ver
llegar a cero a tu lado. Los habría vuelto números negativos visitando
Margarita, Mérida y Canaima. Habría degollado a cada unidad que se cruzara en
mi camino ansioso por sobre la Recta Real que nos enseñaron en el colegio.
Las manos sucias de una mujer me entregaron un cigarrillo
Belmont y una caja de fósforos amarilla. Pagué con un billete de cien y lo vi
transformarse en cuatro billetes de menor denominación. Me tomó cinco intentos
encenderlo porque la brisa apagaba el fuego. El primer jalón me mareó. Como tú.
Tú me elevabas. Te di ese poder.
El piano del parque estaba todo rayado. Me senté en él como lo
hice hace años. Posé para la foto imaginaria que recreó aquél momento en el que
te tenía cerca. Ya no estás, solo me quedan tus huellas; solo me quedan tus
memorias. Ya no escucho la música, Leona. Solo escucho tu voz diciendo adiós.
Ya no veo a Young, tampoco a Thriller. Se borra esa parte de mí que
estaba acomodada en el año dos mil diecinueve allá en Bogotá.
| El Piano 2011 |
La derrota se hace oficial cuando abordo el metro en Altamira,
ese preámbulo a la frontera invisible que tenemos los que vivimos en el noreste
de la capital. Un hombre le agarra el culo a su mujer mientras descendemos
sobre las escaleras mecánicas. Ella le muestra su sonrisa y le besa. Se toman
de la mano y pasean hasta el otro extremo del andén. El tren no llega; nunca
llega a tiempo los sábados en la noche.
La trompa del elefante se pone erecta para apuntar hacia lo que
parece ser el centro del sol. Quedo ciego por momentos. Todo se ha pixelado,
Leona. Tu cabello ahora es de otro color, tus ojitos ya no me miran y tu voz se
ha secado para mí que no la he escuchado hace más de un mes. El piso desaparece
y floto sobre mi elefante dorado. Estoy en la nada. La oscuridad ya me rodea.
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| El Elefante Dorado |
Se aplanan mis nalgas flacas cuando me siento sobre el borde de
una pequeña fuente en la Plaza Francia, el árbol navideño gigante que han colocado para celebrar este
dos mil quince está precioso. Todo el mundo se toma fotos y yo comienzo a
arrepentirme por no haber traído mi cámara. Comienzo a arrepentirme por no
haberte traído a ti. Extraño a mi compañera de aventuras y no puedo decírselo
porque creo que ya no le importa. ¿Cómo hiciste para borrarme, Leona? No te
guardes el secreto. No me hagas eso. Tengo que ir a por un cigarrillo.
El Museo de Ciencias y la Galería de Arte Nacional son edificios
que visitamos varias veces cuando de enamorados buscábamos refugio.
Insinuaciones mientras íbamos de una sala a otra cruzando las rampas tomados de
manos. Cómo te sudaban las manos; nunca me importó. Todo en ti me resultaba
bello: tu hablar acelerado, tu delgado labio superior, tus marcas de nacimiento
y tu ligera escoliosis. No quise entrar a los museos. Preferí la tortura en el
Parque Los Caobos.
Parejas de todas las edades compartían un buen rato en la Plaza,
besos por aquí y por allá. Sonrisas y risotadas por doquier. Celebraciones al
amor y a la amistad. Se me calentó el corazón porque todavía siento amor, me
sentí bien por todos, pero nuestra memoria comenzó a quemarse. El cigarrillo se
tornó amargo. ¿Qué estarás haciendo tú esta noche? Ya no es de mi incumbencia.
Soy el que ya no está.
Camino a casa a través de la desierta Avenida Sanz, vivo en un
toque de queda acá en Caracas. La muerte danza alegre porque sabe que está
ganando. Busco confort, solo estoy en busca de eso. Paseo lento rumbo a casa
sabiendo que allí no lo voy a encontrar.
La cola del cigarrillo sabe a mierda, la dejo caer y la aplasto
con mis zapatos Vans de cuadros marrones oscuros y claros. No había fumado en
mucho tiempo. El Powerade de Mora Azul me enfría la boca. Me endulza las
papilas gustativas. Extraño tus besos tímidos y los fogosos también. Tus
abrazos cálidos y amistosos. El humo me consume y me fusiono con la oscuridad
que ha llegado para arrastrarme hasta el fondo. Me hundo con tu recuerdo, que
me envenena y me destruye cada vez que parece que me he vuelto a construir. Se
cae la casa de naipes sobre el vacío del fin del mundo. Te encuentro solo para
escucharte decir que ya no me amas. El juego ha terminado.
Mi caminar es libre. Extiendo los brazos hacia los costados y
los conductores que transitan la Avenida Francisco de Miranda me miran raro,
como si estuviera loco. Me siento feliz por este paseo. Siempre amé las
caminatas nocturnas, siempre abracé mi soledad con dignidad. El edificio de
Centro Plaza me invita a visitarlo, tú ibas para allá aquella tarde en la que
nos vimos por primera vez. Ibas a ver a Fernando cuando ya no lo querías como compañero. Yo
estaba tocando a tu puerta y no me querías abrir aún. Por cosas del destino
terminé en el supermercado sintiéndome bastante solo.
El elefante dorado muere, cae y me abandona. Floto sobre la nada mientras él se pierde en el vacío.
Nunca lo escuché chocar contra el fondo. El sol se ha extinguido y ahora el
frío se apodera de la oscuridad. Brillan algunas estrellas, las mismas que
fueron testigos de nuestra unión el seis de enero de dos mil once. Todo el
ciclo se desordena ante mis ojos y entiendo que este fin es el nuevo comienzo.
Me toca renacer. Quiero renacer.
El humo asciende. Somos uno, él y yo. El paseo comenzó a
terminar desde el momento en que me entregué a la idea de que me encontraba en
compañía de mí mismo. Me amo, pero estando incompleto no soy buena compañía, no
soy la compañía que necesito.
El paseo termina en mi cama pensando en la explosión de colores
que me hacías ver cuando tras el juego de nuestros cuerpos acabábamos de hacer
el amor.
¿Alguna pregunta? Hoy ya he dicho todo lo que tenía para decir.
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| Colores |
L.F. Arias



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