Ella se desprendió sin avisar,
como un ave que levanta un vuelo súbitamente para huir libre. Sus alas estuvieron
dobladas por muchos años; era de esperarse. Siendo un captor bondadoso pretendí
alimentarla y complacerla. Esperaba tan solo que un día le brillaran sus ojitos
cafés al mirarme por la mañana, y que cuando estuviese lista, prefiriese no
volar para quedarse conmigo. Sin embargo, la vida no es así. La vida es un
juego de saludos y de despedidas.
Fue un placer verla crecer. Un
gusto que ya más nadie podrá tener. También disfruté a su lado cada instante de
magia al descubrir que poco a poco nos convertíamos en una misma persona; una
fusión de colores que nos hacía reír, cantar y bailar; danza imaginaria, ya que
tengo dos pies izquierdos. Fue un gusto acariciar sus cabellos, durante las
extenuantes madrugadas calurosas, y besarle la frente; mi lugar favorito.
Me recuerdo envolviéndola entre
mis brazos cuando los extensos días se prolongaban más de lo habitual. Ella
esperaba ansiosa por mi tacto, hasta que un día algo se rompió.
“¿En dónde quedó el amor?” Es una
pregunta que me hago a cada instante. La respuesta yace en mi interior: El
amor, al igual que el petróleo, es un recurso no renovable. Se agota de pronto
y ya no es posible volverlo a encontrar. Por lo menos no en la misma persona.
El amor es una ilusión que traspasa los límites de su misma esencia para
volverse tangible. El amor es gozo, y como todo lo bueno en esta vida se agota.
Por lo tanto, el amor no se quedó en ningún lado, simplemente se evaporó.
No conviene quedarse pensando en
lo que pudo haber pasado por demasiado tiempo. Si ella ahora vuela alto en el
cielo, es porque su sueño era volar. Si ella ahora es feliz, entonces yo
también lo soy, porque eso era lo que yo más quería en el mundo: verla feliz.
Todavía sueño despierto con su
sonrisa, con sus enormes dientes incisivos centrales superiores. Sentía como
mis pupilas los reflejaban cada vez que la hacía reír. Todavía me desvelo
pensando en su caminar, ágil cuando estaba molesta y torpe cuando se embriagaba
de paz. Todavía me acuerdo de las marcas de
su piel, esas que daban la ilusión de que su cuerpo era un mundo, con
continentes inexplorados y que yo era un explorador en busca del lugar más
feliz sobre el cual posar mi cabeza.
Ella ha volado lejos; lo acepto y
lo entiendo. Aun así no quiero que me malinterpreten, todavía siento un
profundo cariño por ella. Me arriesgo a decir que la amo; a lo mejor no como a
la mujer que sería mi esposa en un par de años, sino como a una mujer a la que
tuve la fortuna de conocer mientras todavía exhalaba inocencia. Han pasado los
años y aun la veo así: Inocente y pura.
Podrán pasar mil mujeres con un
millón de historias por mi cama, a lo mejor sentiré caricias que encierren
toneladas de deseo, y es posible que algunos ojos multicolores escruten mi
mirada perdida cuando dejo salir a la bestia que vive en mi mente. Pero ninguna
va a ser igual a ella, porque cada persona es única a su manera. Porque su
historia se escribió junto a la mía por más tiempo del que nuestro entorno
pensó y por menos tiempo del que yo pensaba. Para mí ya no había calendario que
importara, porque los días junto a ella eran infinitos, del sol a la luna y de nuevo
al sol como un único día. Un día con veinte mil setenta y cinco amaneceres y
atardeceres.
Ella despegó del suelo una tarde
y no volvió sino hasta que había pasado un mes. Se posó en un árbol y silbó.
Cantó su despida con una tonada triste, y no lo podía creer. La niña, ahora
mujer, estaba lista para seguir adelante sin mí. Un beso de despedida.
Recuerdos que para siempre arrullarán mis pensamientos. Así ella voló de nuevo,
esta vez sin mirar atrás. Yo la vi perderse en un mar de nubes grises y no la he vuelto a ver más. Como me gustaría
saber si ahora es feliz. Si de verdad ahora vuela libre.
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| Si alguna vez pierdes las alas, recuerda que tienes un hermoso caminar. |
L.F. Arias

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