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La vida está en el camino.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Autodestrucción

La tinta le rebosaba las manos; caía a chorros. Los charcos fueron creciendo a sus pies, todo comenzó a mancharse. Las paredes se ensuciaron. Estaba otra vez mirando fijamente el desastre; siempre me quedo atento a lo que está por pasar. ¿Qué se supone que deba pasar para impulsar mi próximo movimiento? ¿La muerte? El accidente que arde y enciende la situación hasta verla hecha cenizas. Estoy detenido esperando la explosión.

La figura desgarbada tenía dos ojos de diámetro anormal, similares al de sus fosas nasales; inspiraba paz. Verla desangrarse me estimuló. Sentí placer con su sangre; verla inundando la habitación. La mirada era hueca, lo fue hasta apagarse. La mujer-hombre fue consumiéndose en un proceso de autodestrucción. Pronto fueron dos figuras las que cayeron sobre el mar rojo.

Algunas velas estaban colocadas en las esquinas de la habitación, con ese brillo tenue se apreciaban sombras arrastrándose, intentaban nadar sin conseguirlo. La más pequeña gemía, la más grande replicaba con gruñidos. La fusión había terminado por fin. Estaban muriendo desde mucho antes de que llegara la velada definitiva. Morir  ahogados era encontrar finalmente su libertad, y así se alejaron una de la otra.

El vacío en mi pecho se hizo cada vez más grande. Un llanto silencioso surgió cuando la dulce melodía de su voz resonó en lo profundo de mi memoria. Las figuras brillaron al ritmo que el fuego de las velas se extinguió. Viví el momento con intensidad. ¿Alguna vez han visto a la muerte? Ella llega y se lleva algo para siempre, al cruzar la puerta no hay vuelta atrás. El vacío me consumía y quedé postrado frente a un espejo que descendió del techo. Brotaba tinta roja de mis manos.

Imágenes de una mujer gruesa sonriendo surcaron el horizonte imaginario que se encontraba del otro lado del espejo. La desnudez comenzó a erizar la piel de mis brazos y de mis muslos. La fuerza de una erección sublime me dejó saber que todo era real. Mi pasado estaba de vuelta y el presente ya no me pertenecía. La excitación del momento me hizo olvidar el posible futuro, un futuro inexistente para ese entonces.

Todo se humedeció. Una voz femenina decía incoherencias a mis oídos. Dos voces femeninas. Tres voces femeninas, e incluso, una cuarta. Cerré los ojos y me olvidé del desangramiento. Viví la guerra como si fuese algo normal. Marché a paso decidido rumbo al final. Ocho tibios muslos suaves me envolvieron. Cuatro bocas me besaron abriéndose camino hacia mi pubis y con sus cuatro lenguas se divirtieron en un acto de promiscua felación. Me perdí.

Pensaba en un ángel hasta que el pensamiento se materializó. Ella estuvo asqueada por la situación. Pronto ya no la pude ver porque mis ojos se hundieron y las cuencas quedaron convertidas en enormes agujeros negros. Mis respiraciones disminuyeron, una sola inhalación me dejaba satisfecho por múltiples minutos. Ese era el ángel de la muerte; me gusta pensarla así. Un gemido de dolor ascendió desde mi estómago y explotó quebrando mi esternón en dos.

Me sentí increíblemente débil,  como si hubiese perdido la mitad de mi ser. Me sentí pequeño. Me sentí incompleto. Me fui disminuyendo al ritmo de las trompetas funerarias. Gruñí como un cerdo que se sabe víctima de un granjero hambriento. Los gemidos de otra figura hacían fondo a mis exclamaciones guturales. La tinta roja olía a excrementos. Mi corazón ya no estaba ahí. Mi cerebro jugaba con recuerdos. Millones de imágenes que tenían un movimiento repetitivo daban vueltas por mi cabeza. Senos enormes con pronunciados pezones eran agitados delante de mí. Mi erección provocaba una fuerte vibración, que siguió a la contracción de mis testículos adoloridos. Solo sangre. No había más nada que yo pudiese ofrecer.

El ángel se tornó hombre y se mantuvo al margen de la situación. Adoptó la postura de espectador. Quise pedirle que terminara con todo. No pude hablar. El proceso de autodestrucción fue lento.

Pasaron lo que para mí fueron interminables horas.

La figura que gemía se quedó en silencio. Ya no se escuchaba el chapoteo de su torpe arrastrar al otro lado de la habitación. Una parte de mi murió. Por mi imaginación vi su rostro. Escuché su frialdad. Lo difícil de verla caminar ignorando mi presencia. Era ella. No sabía que vivía dentro de mí; solo lo sospechaba. Tampoco supe prestar atención a los detalles. Y así el recuerdo de sonrisas y charlas interminables se quemó. El León se había rendido.

Las velas se apagaron. Sentí el calor del fuego quemar mis entrañas y aluciné con un parto. La autodestrucción era una ventana que se abría con lentitud misteriosa.

Exploté. Los dos lo hicimos.

Ambos estábamos del otro lado.

Ahora éramos personas distintas que acababan de abandonar una pequeña habitación de paredes sucias.

El proceso de autodestrucción no fue en vano.


Es un ciclo perpetuo de crecimiento. 

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